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Realismo Mágico

¿Qué es el realismo mágico?


El realismo mágico es un movimiento literario y pictórico que surge a principio del siglo xx, como parte de las vanguardias y se define por su preocupación estilística y el interés de mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común.
El término fue usado por el crítico de arte alemán Franz Roh, para describir una pintura que demostraba una realidad alterada, y llegó al idioma español con la traducción en 1925 del libro Realismo mágico (Revista de Occidente, 1925).

En 1948, fue introducido a la literatura hispanoamericana por el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, quien leyó el ensayo de Franz Roh en los años 20, y lo utilizaa​ en su ensayo Letras y hombres de Venezuela (1948).1​ 

Señala Uslar:
Lo que vino a predominar en el cuento y a marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que a falta de otra palabra podrá llamarse un realismo mágico.2​

Se trata de una sensibilidad estética que surge en la década de los 20 y 30, cuando los escritores Arturo Uslar Pietri, Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias comienzan a tener discusiones sobre la realidad indígena, negra y mestiza de América Latina,3​ todo esto en el contexto de las vanguardias latinoamericanas y europeas.4​5​En esta época surgen tres obras precursoras del género: Leyendas de Guatemala (1930) de Asturias, Las lanzas coloradas (1931) de Uslar Pietri y ¡Ecué-Yamba-O! (1933) de Carpentier.6

Como referente literario previo al uso del término realismo mágico por parte de Uslar Pietri, debe citarse a Massimo Bontempelli quien, en 1919, "conquista gran popularidad al publicar sus novelas del ciclo la 'Vida intensa', iniciándose en una literatura —según nota de Nino Frank en el 'Dictionnaire des Auteurs', de Laffont-Bompiani— que sacrifica la corriente convencional de la época, a la manera de Anatole France, convirtiéndose en una especie de apóstol de lo que se conoció como realismo mágico".

Han sido muchos los artistas que utilizaron este estilo para expresar emociones mediante la palabra escrita, sin embargo es imprescindible nombrar como máximos exponentes al venezolano Arturo Uslar Pietri quien se reputa como padre indiscutible de esta vanguardia literaria quien le da vida al Realismo Mágico con su novela Las lanzas coloradas publicada en (1931), ya que este mismo hace mención en buscar un nombre que explicara, y reflejara las necesidades que se vivían en la época. Quien seguiría 36 años después con su novela Cien años de soledad sería el colombiano Gabriel García Márquez, galardonado con el Premio Nobel de Literatura.

También destacan autores como el mexicano Carlos Fuentes con su novela Aura, el brasileño Jorge Amado con su novela Doña Flor y sus dos maridos, Juan Rulfo con Pedro Páramo, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias.

Otros representantes importantes del realismo mágico fueron José de la Cuadra con Los Sangurimas, y Elena Garro con Los recuerdos del porvenir. Algunos autores con obras emblemáticas del género son la cubano-estadounidensese Mireya Robles con Hagiografía de Narcisa la Bella, Laura Esquivel con Como agua para chocolate y la chilena Isabel Allende con La casa de los espíritus, el argentino Manuel Mujica Lainez, con Bomarzo, el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, con Siete lunas y siete serpientes (1970)

Podrían incorporarse al grupo, en el siglo xxi, las obras de los mexicanos Rodolfo Naró y Felipe Montes.

Esta corriente no es exclusiva de Latinoamérica, aunque esta región está considerada como su punto de origen y posterior desarrollo. En la literatura japonesa contemporánea, por ejemplo, Haruki Murakami es su exponente más reconocido.12​13​ El alemán Gunther Grass, el indobritánico Salman Rushdie, el checo Milan Kundera y el portugués José Saramago han sido, en numerosas ocasiones, catalogados dentro de esta tendencia por la crítica especializada.

Características del realismo mágico
Los siguientes elementos están presentes en muchas obras del realismo mágico, pero no necesariamente todos se encuentran en ellas. Además, algunas obras pertenecientes a otros géneros también pueden presentar características muy similares:

Predominio de "narrador impasible". El narrador presenta los hechos generando una atmósfera de normalidad aunque se trate de sucesos extraordinarios.
Contenido de elementos mágicos/fantásticos percibidos por los personajes en general como parte de la "normalidad".
Elementos mágicos tal vez intuitivos, pero (por lo general) nunca explicados.
Presencia de lo sensorial como parte de la percepción de la realidad.
Presencia del paisaje y/o climas reforzando las emociones de los personajes.
Alusión a referencias socio-culturales de los ámbitos más populares y/o pobres de las comunidades.
Los hechos son reales pero tienen una connotación fantástica, ya que algunos no tienen explicación, o es muy improbable que ocurran.
Lo verídico: ciertos hechos precisos ocurridos en Latinoamérica participan de la irrealidad y constituyen la base de muchas narraciones.
Los personajes pueden sufrir ciertas metamorfosis como lo hacen en los cuentos maravillosos.

Tiempo
Encontramos cuatro posturas:

Tiempo cronológico: Las acciones siguen el curso lógico del tiempo.
Ruptura de planos temporales: mezcla de tiempo presente con tiempo pasado (regresiones) y tiempo futuro (adelantos). Además, se fragmenta el texto en secuencias que no concuerdan en tiempo ni espacio.
Tiempo estático: El tiempo cronológico se detiene, es como si no trascendiera. En cambio, fluyen los pensamientos de los personajes.
Tiempo invertido: Es el más contradictorio. Se trastoca el curso del tiempo y se cambia la secuencia natural del día hacia la noche o viceversa. Por ejemplo: "Era el amanecer. Se hizo la noche".

El realismo mágico y la literatura fantástica
Ambos son producto de la transgresión del límite entre lo real y lo irreal. El realismo mágico forma parte de la literatura fantástica y a la vez se diferencia. Forma parte porque muchos de los procedimientos que emplea son los mismos: la metamorfosis, tratar lo desconocido como real, la visión subjetiva de los hechos, la irrupción de lo inverosímil, etc. Es decir, lo fantástico es la irrupción de lo irreal en lo real y funciona como una advertencia; el realismo mágico es lo irreal en el mundo real como espectáculo.

Se diferencia de la literatura fantástica porque esta tiene su poderosa manifestación romántica en el siglo pasado en Europa; en Latinoamérica tiene caracteres propios. El realismo mágico no tiene sus mayores referentes en Europa, es casi exclusivo de Latinoamérica y especialmente del Caribe. También podríamos considerar que la literatura fantástica, con Rulfo, Borges y Cortázar, es urbana; el realismo mágico pertenece a los poblados, al campo, a la montaña.

Fuente:https://es.wikipedia.org/wiki/Realismo_mágico

Realismo mágico o una visión multidimensional de la realidad (Biblioteca Cubana) (Spanish Edition): 1 Pasta blanda – 27 abril 2022

Los motivos del lobo por Ruben Dario

LOS MOTIVOS DEL LOBO


El varón que tiene corazón de lis,alma de querube, lengua celestial,el mínimo y dulce Francisco de Asís,está con un rudo y torvo animal,bestia temerosa, de sangre y de robo,las fauces de furia, los ojos de mal:¡el lobo de Gubbia, el terrible lobo!Rabioso, ha asolado los alrededores;cruel, ha deshecho todos los rebaños;devoró corderos, devoró pastores,y son incontables sus muertos y daños.Fuertes cazadores armados de hierrosfueron destrozados. 

Los duros colmillos dieron cuenta de los más bravos perros,como de cabritos y de corderillos.Francisco salió:al lobo buscóen su madriguera.Cerca de la cueva encontró a la fieraenorme, que al verle se lanzó ferozcontra él. Francisco, con su dulce voz,alzando la mano,al lobo furioso dijo: "¡Paz, hermanolobo!" 

El animalcontempló al varón de tosco sayal;dejó su aire arisco,cerró las abiertas fauces agresivas,y dijo: "!Está bien, hermano Francisco!""¡Cómo! exclamó el santo. ¿Es ley que tú vivasde horror y de muerte?¿La sangare que viertetu hocico diabólico, el duelo y espantoque esparces, el llantode los campesinos, el grito, el dolorde tanta criatura de Nuestro Señor,no han de contener tu encono infernal?¿Vienes del infierno?¿Te ha infundido acaso su rencor eternoLuzbel o Belial?"Y el gran lobo, humilde: "¡Es duro el invierno,y es horrible el hambre! 

En el bosque heladono hallé qué comer; y busqué el ganado,y en veces comí ganado y pastor.¿La sangre? Yo vi más de un cazadorsobre su caballo, llevando el azoral puño; o correr tras el jabalí,el oso o el ciervo; y a más de uno vimancharse de sangre, herir, torturar,de las roncas trompas al sordo clamor,a los animales de Nuestro Señor.¡Y no era por hambre, que iban a cazar!"Francisco responde: "En el hombre existemala levadura.Cuando nace, viene con pecado. 

Es triste.Mas el alma simple de la bestia es pura.Tú vas a tenerdesde hoy qué comer.Dejarás en pazrebaños y gente en este país.¡Que Dios melifique tu ser montaraz!""Esta bien, hermano Francisco de AsIs.""Ante el Señor, que toda ata y desata,en fe de promesa tiéndeme la pata."El lobo tendió la pata al hermanode Asís, que a su vez le alargó la mano.Fueron a la aldea. La gente veíay lo que miraba casi no creía.Tras el religioso iba el lobo fiero,y, bajo la testa, quieto le seguíacomo un can de casa, o como un cordero.Francisco llamó la gente a la plazay allí predicó.Y dijo: "He aquí una amable caza.

El hermano lobo se viene conmigo;me juró no ser ya vuestro enemigo,y no repetir su ataque sangriente.Vosotros, en cambio, daréis su alimentoa la pobre bestia de Dios." "¡Así sea!",Contestó la gente toda de la aldea.Y luego, en señalde contentamiento,movió la testa y cola el buen animal,y entró con Francisco de Asís al convento.Algún tiempo estuvo el lobo tranquiloen el santo asilo.Sus bastas orejas los salmos oíany los claros ojos se le humedecían.Aprendió mil gracias y hacía mil juegoscuando a la cocina iba con los legos.Y cuando Francisco su oración hacía,el lobo las pobres sandalias lamía.Salía a la calle,iba por el monte, descendía al valle,entraba a las casas y le daban algode comer. Mirábanle como a un manso galgo.

Un día, Francisco se ausentó. Y el lobodulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,desapareció, tornó a la montaña,y recomenzaron su aullido y su saña.Otra vez sintióse el temor, la alarma,entre los vecinos y entre los pastores;colmaba el espanto en los alrededores,de nada servían el valor y el arma,pues la bestia fierano dió treguas a su furor jamás,como si estuvierafuegos de Moloch y de Satanás.Cuando volvió al pueblo el divino santo,todos los buscaron con quejas y llanto,y con mil querellas dieron testimoniode lo que sufrían y perdían tantopor aquel infame lobo del demonio.Francisco de Asís se puso severo.Se fué a la montañaa buscar al falso lobo carnicero.Y junto a su cueva halló a la alimaña."En nombre del Padre del sacro universo,conjúrote dijo, ¡oh lobo perverso!,a que me respondas: ¿Por qué has vuelto al mal?Contesta. 

Te escucho."Como en sorda lucha, habló el animal,la boca espumosa y el ojo fatal:"Hermano Francisco, no te acerques mucho...Yo estaba tranquilo allá en el convento;al pueblo salía, y si algo me daban estaba contentoy manso comía.Mas empecé a ver que en todas las casasestaban la Envidia, la Saña, la Ira,y en todos los rostros ardían las brasasde odio, de lujuria, de infamia y mentira.Hermanos a hermanos hacían la guerra,perdían los débiles, ganaban los malos,hembra y macho eran como perro y perra,y un buen día todos me dieron de palos.

Me vieron humilde, lamía las manosy los pies. Seguía tus sagradas leyes,todas las criaturas eran mis hermanos:los hermanos hombres, los hermanos bueyes,hermanas estrellas y hermanos gusanos.Y así, me apalearon y me echaron fuera.Y su risa fué como un agua hirviente,y entre mis entrañas revivió la fiera,y me sentí lobo malo de repente;mas siempre mejor que esa mala gente.Y recomencé a luchar aquí,a me defender y a me alimentar.

Como el oso hace, como el jabalí,que para vivir tienen que matar.Déjame en el monte, déjame en el risco,déjame existir en mi libertad,vete a tu convento, hermano Francisco,sigue tu camino y tu santidad."El santo de Asís no le dijo nada.Le miró con una profunda mirada,y partió con lágrimas y con desconsuelos,y habló al Dios eterno con su corazón.El viento del bosque llevó su oración,que era: "Padre nuestro, que estás en los cielos..."


Obtenida de http://www.los-poetas.com/a/dario1.htm#ALLA%20LEJOS

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Ruben Dario

Rubén Darío. (1867 -1916 )


Eran días de Diciembre de 1866. Una carreta había salido de León, con dos mujeres, Josefa Sarmiento y su joven sobrina Rosa Sarmiento de García Darío. La tía era en viaje para motivos de comercio, mientras la sobrina esperaba el nacimiento de su primer hijo. Aires de Navidad harían frio a los caminos, y Rosa, muy pensativa, soñaba con Belén, el pueblecito donde nacío el Mesías. Rosa había dejado la gran ciudad, León, iba a esperar a su propio niño en otro pueblo pintoresco: Metapa. Que paz, como la paz de que habla el Evangelio como señal del nacimiento divino. ¿Qué clase de niño era que iba a nacer en días pascuales? Felíx Rubén Garcia-Sarmiento conocido como Rubén Darío, nacío el 18 de enero en Metapa, Nicaragua pero su familia se mudó a León un mes después de su nacimiento. 

A la edad de doce años Rubén Darío publico sus primos poemas "La Fé", "Una Lagrima" y "El Desengaño". En 1882 cuando Rubén tenía solamente quince años se presento antes del Presidente Joaquin Zavala. Preguntó al Presidente si el pudiera ir a estudiar en Europa. Pero Darío le preguntó este después de haberle presentado un poema muy en contra de su patria y la religión de su patria. Después de haber oido este poema el Presidente le dío; una respuesta muy única a Rubén Darío. Le dijo, " Hijo mío, si asi escribes ahora contra la religión de tus padres y de tu patria, que será si te vas a Europa a aprender cosas peores?". Y por esto Darío no fue a Europa. 

Después se casó con Rosario Murillo, y se mudaron a El Salvador donde encontré a Francisco Gavidia. Gavidia le presentó la poesia Castileña.En 1883, volvio a Nicaragua. Rubén Darío tení muchos trabajos en su vida, pero una cosa que puede ser probablemente la más importante es que Darío es considerado el padre del modernismo.El modernismo es un movimiento muy importante en la historia de la literatura española. El Modernismo fue hecho por el symbolismo de los franceses y la escuela parnasiana. Pero mucho más viene de los franceses porque el modernismo es muy espotáneo, pero mucho del modernismo viene de los classicos españoles también.Rubén Darío participó con, o fue el líder de, muchos movimientos literarios en Chile, España, Argentina, y Nicaragua. 

El movimiento modernista era una recopilación de tres movimientos de Europa: romanticismo, símbolismo, y el parnasianismo. Estas ideas expresan pasión, arte visual, y armonías y ritmos como música. Darío fue un genio de este movimiento. Su estilo es exótico y muy colorado. Sus poemas especialmente contienen todos estos sentimientos. En su poema "Canción de Otoño en Primavera." hay mucha evidencia de pasión y emociones fuertes. Pronto muchos literarios comenzaron a usar su estilo en una forma muy elgante, y cuidadosa, usando su estilo y sus palabras para hacer musíca con la poesía. Su talento fue reconocido y por eso empezó a escribir más y mejor. Luego, viajó a España donde sucumbió a mucha influencia de Europa,una influencia muy liberal. 

Sus ideas nuevas fueron reflejadas en su poesía de romanticismo y amor. En 1888 publicó la primera recopilación de sus poemas que se llama Epístolas y poemas (1885) y despues vino Azul que es recordado por su "símbolismo y sus imágenes exóticas"(Microsoft Encarta). Otras obras famosas de Rubén Darío son Prosas Profanas y Otros Poemas (1892), Los raros (1896), y Cantos de Vida y Esperanza(1905). Probablemente, el poema más famoso de Rubén Darío es "Canción de Otoño en Primavera." Sus sentimientos son expresados en toda su literatura. Rubén Darío es considerado ser el poeta más importante que escribío en español afuera de la España y es fácilmente unos de los personajesmás reverenciados en Nicaragua.

Fuente : https://html.rincondelvago.com/ruben-dario_5.html

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About Sor Juana (English)

About Sor Juana Inés de la Cruz



1. Introduction
The seventeenth-century poet Sor Juana Inés de la Cruz may not for many of you be the most well-known writer on the Introduction to Hispanic Texts course, and perhaps only a few of you will have thought of choosing her as as a writer to work on in supervisions. So, in this lecture, I hope to show you:
· why I think her work is well worth studying in depth
· something of the uniqueness of her poetry
· the relevance of her thinking today, particularly the appropriation of her work that has been made for modern feminism.

The title I have given this lecture is DIFFERENCE and INDIFFERENCE. Some of the initial ideas I'd like to gather around these two poles are:
DIFFERENCE in the sense of - sexual difference (she forces us to change the way in which we read the cannon of male writers) - linguistic difference (her work is not, as some have claimed, a mere copy of contemporary Spanish styles) - socio-cultural difference (her work is not reducible to European literature and themes)
INDIFFERENCE in the sense of - a feminine strategy of resistance to male appropriation - denial of fixed sexual roles - a telling silence in her work on questions of theology and religion.


2. Context
Before going any further, however, it is necessary to give some sense of a context for Sor Juana's poetry. You can gain a sense of this by watching the film, Yo la peor de todas, made by the feminist Argentine director María Luisa Bemberg (available in the language laboratory; see also the video clip included on this website). This is a fairly accurate dramatization of Octavio Paz's major study Sor Juana Inés de la Cruz, o, las trampas de la fe, which remains the fullest account of her life and work to date, and which you should dip into. I can only outline some of the major points here:
Seventeenth-century Mexico, known then as Nueva España, was a highly autocratic society, ruled by viceroys sent from Spain and rotated in practice every seven or eight years.

The arch-bishop held great power, and the Santo Oficio, or Holy Inquisition, was greatly feared (Sor Juana mentions it in a famous letter, saying that she does not wish to get into trouble with it).
The religious climate of Nueva España was much more orthodox than in Spain: Catholicism was a well implanted religion in Spain, but in the Americas it was relatively new.

The colonial state was highly centralized:
the indigenous people were governed by specific laws, and there were special statutes for different ethnic groups -- blacks, mulattoes, indians, mestizos, creoles, and Spaniards
religious orders were governed by specific laws, as were virtually all different social groups
ownership of land was strictly controlled -- much was owned by the Church, while the state was interested in preventing the rise of large, powerful, creole land-owners who might represent a source of antagonism to the rule of Spain.
Mexico City had a population of roughly 100,000, of which 20,000 were Spaniards and creoles, and 80,000 were indigenous, mestizos, and mulattoes.
It was the centre of education, with the University, only open to men, founded in 1551.
It was the seat of the viceregal Court, rivaled in importance only by the court of the Viceroyalty of Perú in Lima.

The Court was the centre of the moral, literary and aesthetic codes and conventions, and it is impossible to understand Sor Juana's poetry without realizing its importance:
Octavio Paz says that, of the three central institutions of the country -- the University, the Church, and the Court -- the Court represented an aesthetic and vital way of life, a "dramatic ballet whose characters were the human passions, from the sensual to the ambitious, dancing to a strict yet elegant geometry" (in Sor Juana Inés de la Cruz, o, las trampas de la fe).

One of the major themes of Sor Juana's work is knowledge, and in particular the right of women to have access to learning. In the context of seventeenth-century New Spain, however, knowledge is a dangerous commodity and one that is carefully controlled by the religious hierarchy, rigorously policed by the Holy Inquisition. Scientific knowledge poses a threat to the basis of religious power, as does any interpretation of Scripture that runs counter to the prevailing orthodoxy. In the hands of a woman, any claim to knowledge is triply suspect because access to knowledge of the "Divine Order" (whether scientific or theological) is strictly mediated through a patriarchal hierarchy of men. It is hardly surprising, then, to find that Sor Juana's meditations on knowledge are peppered throughout her work with silence, hermeticism, and contradiction.
The Court, in which Sor Juana spent four years of her adolescence, was the point of contact with Europe and European aristocratic culture; the Church was the controller and censor of knowledge and culture as ideological instruments, and was at times in conflict with the more liberal atmosphere of the Court. Sor Juana's work negotiates a precarious feminine space between these competing institutions. For the culture they controlled was almost entirely a masculine culture. Its writers were men and its readers were men. The doors of the educational institutions were entirely locked for women. This is why it is so extraordinary that the greatest writer to emerge from Nueva España, the first great poet of Spanish America, should have been a woman.


4. Playing with form
To fully understand Sor Juana's work, it is necessary to understand something of the literary concerns of her time, and the way in which she plays with those concerns. Some of the main terms associated with the literature of Sor Juana's time are:
Gongorismo
Culteranismo
The Baroque
Gongorismo is a literary style named after the famous Golden Age Spanish poet Luis de Góngora. Sor Juana very much admired his work, and her great poem "Primero sueño" is in some senses a homage to Góngora's "Soledad primera".
Culteranismo is virtually synonymous with gongorismo: the style involves extreme complexity of imagery and metaphor, with neologisms and archaisms. In many ways it is a feast of language, an excess of the signifier over the signified, and it is one aspect of ...
The Baroque: this term is widely used to describe the music and literature of the seventeenth and eighteenth centuries, and denotes a style in which an exuberance of detail represents a celebration of the signifying material of the work of art, be it wood, stone, paint, word, or sound.
Baroque art is obsessed with form to the extent that form itself can often become the content, the raison d'être, of the work of art
the wealth of detail and decoration become concerns in themselves, appear for their own sake rather than being motivated by the need to get a message across
Baroque poetry does not just employ metaphors of things, but instead metaphors of metaphors, or even metaphors of metaphors of metaphors
poems written in this style, such as those of Góngora and Sor Juana, do not just use tropes, but instead they trope their own troping activity (an ugly phrase, meaning simply that the very activity of using tropes and figures often becomes the subject of the art form, revelling in the excess of signifier over signified)
Baroque poetry delights in the rhythm and sound of words, in their materiality or palpability (the sense that you can almost feel or touch them)
modern theorists have defined this highlighting of the materiality of signs and sounds as one of the most basic aspects of all poetry -- the twentieth-century linguist Roman Jakobson defined poetry in this way when he wrote that "the poetic function promotes the palpability of signs".
It should now be possible to use some of these ideas in our discussion of Sor Juana's poems and their manipulation of literary form.
Poem 61 "Que pinta la proporción hermosa de la Excelentísima Señora condesa de Paredes" provides a very good example of a number of these concerns. The poem has a distinctive formal feature: it is written entirely in lines that commence with esdrújulas. These are words which are stressed on the antepenultimate syllable (three syllables from the end), and they are a relatively rare word form in Spanish (the technical word for them in English is "proparoxytone"). Examples are círculo, pólvora, fórmula, sílaba, but let's look at how Sor Juana uses them (these are the first four stanzas of an eighteen-stanza poem -- do not worry about the complex meaning of the words at this stage, just read it for its sound and let the images wash over you):
61
Pinta la proporción hermosa de la Excelentísima señora condesa de Paredes [. . .]

Lámina sirva el cielo al retrato, Lísida, de su angélica forma: cálamos forme el sol de sus luces; sílabas las estrellas compongan. Cárceles tu madeja fabrica: Dédalo que sutilmente forma vínculos de dorados Ofires, Tíbares de prisiones gustosas. Hécate, no triforme, mas llena, pródiga de candores asoma; trémula no en tu frente se oculta, fúlgida su esplendor desemboza. Círculo dividido en dos arcos, pérsica forman lid belicosa; áspides que por flechas disparan, víboras de halagüeña ponzoña.
[. . .]
The poem was probably written as a tour de force, a piece of verbal pyrotechnics designed to elicit the response "¡Vaya inteligencia!", and indeed it is extremely clever. Apart from the esdrújula form, clearly delighting in the rhythm and sounds of the words for their own sake, the poem sets up, in true Baroque style, a series of more and more elaborate images, similes, and metaphors, to describe the beautiful Lísida (Lysis), whose portrait is supposedly being "painted" by these lines. Many of these images push the bounds of similarity and comparison, threatening to swamp the "portrait" with improbable images. Many of the images are, indeed, comments on the poem's image-making process (its troping activity), and this time let's read with the emphasis on the meaning of the images (look at the translation if you need help):
Lámina sirva el cielo al retrato, Lísida, de su angélica forma: cálamos forme el sol de sus luces; sílabas las estrellas compongan. Cárceles tu madeja fabrica: Dédalo que sutilmente forma vínculos de dorados Ofires, Tíbares de prisiones gustosas. [. . .] Cátedras del abril, tus mejillas, clásicas dan a mayo, estudiosas: métodos a jazmines nevados, fórmula rubicunda a las rosas. Lágrimas del aurora congela, búcaro de fragancias, tu boca: rúbrica con carmines escrita, cláusula de coral y de aljófar.
May Heaven serve as plate for the engraving portraying, Lysis, your angelic figure; may the sun turn its beams into quills, may all the stars compose their syllables. Your skein of locks is as a prison-house, a Cretan labyrinth that twists and curls in webbings of golden Ophirs, in Tibbars of fair prison-cells. [. . .] Your cheeks are April's lecture halls, with classic lessons to impart to May: recipes for making jasmine snowy, formulas for redness in the rose. In your mouth Aurora's chill tears are kept in a many-scented vase; its rubric is written in carmine, its clause penned in coral and pearl.
Translated by Alan Trueblood
Just looking at the vocabulary of the poem, there are many words to do with form, method, style, writing -- some eighteen in all (e.g., retrato, forma, cálamos [=quills], sílabas, compongan, triforme, transforma, fórmula, cláusula, etc.). These suggest that the poem is as much about the act of portraying Lysis as it is about the countess herself.
Perhaps even more interesting than this emphasis on form is the imagery of labyrinths and prisons that runs throughout the poem. Words associated with prison and fixing are: cárceles, dédalo (labyrinth), prisiones, confinantes, congela, aprisiona, Tántalo (Tantalus, imprisoned in Hades), clausura. It is as if the very attempt to fix the image of Lysis in words represented a kind of imprisonment, with the beloved caught both in the labyrinths of poetical language and in the prisonhouse of desire.
While I have looked at this poem in terms of its play with form, issues of gender are also subtly hinted at. Addressing the beloved as Lísida (Lysis) clearly places the poem within the rhetorical conventions of Golden Age love poetry, but those conventions now threaten to become a subtle prison. It is the woman who is trapped within an incarcerating linguistic system, fixed and represented, but somehow lost behind the elaborate symbolic system. Moreover, the lines which absurdly compare the beloved's cheeks with a University Classics lesson are not just rhetorical play: Sor Juana was acutely aware that women were excluded from the lecture halls of the University (she declared in her famous letter that from an early age she had been aware of this as an injustice). To force the comparison between female beauty and the seats of learning from which women were excluded is to create a jarring image which must call into question the conventional assignments of femininity and aesthetics, masculinity and knowledge, as well as call into question the very modes of representation that depend on such a system.
Poem 126 is a simpler, but very intense, version of the ideas presented in the previous poem:
126 En un anillo retrató a la señora condesa de Paredes; dice por qué
Este retrato que ha hecho copiar mi cariño ufano, es sobrescribir la mano lo que tiene dentro el pecho: que, como éste viene estrecho a tan alta perfección, brota fuera la afición; y en el índice la emplea, para que con verdad sea índice del corazón.
Note the ambiguity of the word sobrescribir here: the poem and/or portrait (for the poem claims to be a miniature painting on a ring, of the type that lovers might have sent to each other when separated by long distances) is an over-writing, a writing in excess, which threatens at the same time to overwrite or expunge that which it would express -- her affection and love. The theme of this poem clearly illustrates the baroque idea of excess -- here writing or painting as an excess of the signifier, an overflow which does not 'fit' the body.
You should now be able to do for yourselves similar analyses for poems 127, 102, and 195.

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You Foolish Men


You foolish men who laythe guilt on women,not seeing you're the causeof the very thing you blame;
if you invite their disdainwith measureless desirewhy wish they well behaveif you incite to ill.
You fight their stubbornness,then, weightily,you say it was their lightnesswhen it was your guile.
In all your crazy showsyou act just like a childwho plays the bogeymanof which he's then afraid.
With foolish arroganceyou hope to find a Thaisin her you court, but a Lucretiawhen you've possessed her.
What kind of mind is odderthan his who mistsa mirror and then complainsthat it's not clear.
Their favour and disdainyou hold in equal state,if they mistreat, you complain,you mock if they treat you well.
No woman wins esteem of you:the most modest is ungratefulif she refuses to admit you; yet if she does, she's loose.
You always are so foolish your censure is unfair;one you blame for crueltythe other for being easy.
What must be her temperwho offends when she'sungrateful and wearieswhen compliant?
But with the anger and the griefthat your pleasure tellsgood luck to her who doesn't love youand you go on and complain.
Your lover's moans give wingsto women's liberty:and having made them bad,you want to find them good.
Who has embracedthe greater blame in passion?She who, solicited, falls,or he who, fallen, pleads?
Who is more to blame,though either should do wrong?She who sins for payor he who pays to sin?
Why be outraged at the guiltthat is of your own doing?Have them as you make themor make them what you will.
Leave off your wooing and then, with greater cause,you can blame the passionof her who comes to court?
Patent is your arrogance that fights with many weaponssince in promise and insistenceyou join world, flesh and devil.

Sor Juana Inés de la Cruz

Sor Juana Inés de la Cruz


Máxima figura de las letras mexicanas, Sor Juana Inés de la Cruz nació en la hacienda de San Miguel Nepantla, Estado de México el 12 de noviembre de 1648. Su nombre, antes de tomar el hábito, fue Juana de Asbaje y Ramírez ya que fue hija natural de la criolla Isabel Ramírez de Santillana y el vizcaíno Pedro Manuel de Asbaje.Se crió con su abuelo materno Pedro Ramírez, en la cercana hacienda de Panoayan. Su genio se manifestó desde temprana edad: habiendo estudiado apenas las primeras letras en Amecameca, a los tres años ya sabía leer, a los siete pedía que la mandaran a estudiar a la Universidad y a los ocho escribió una loa para la fiesta de Corpus.

En 1656, a la muerte de su abuelo, su madre la envió a la capital a vivir a la casa de su hermana, María Ramírez, esposa del acaudalado Juan de Mata, donde Juana estudió latín “en veinte lecciones” con el bachiller Martín de Olivas, bastándole solamente esas pocas para dominar esta lengua, cosa que se demuestra en la maestría de varias de sus obras, sobre todo en los villancicos, que contienen versos latinos.

Según ella misma cuenta en su Carta respuesta a Sor Filotea de la Cruz leía, estudiaba mucho, y era tal su obstinación por aprender que llegó a recurrir al método auto coercitivo de cortarse el cabello para poner como plazo que le volviera a crecer, para haber aprendido ya algo que deseaba. Juana leyó mucho durante toda su vida tanto autores clásicos romanos y griegos como españoles.

En 1664 Juana ingresó a la corte como dama de compañía de la virreina, Leonor María Carreto, marquesa de Mancera, a la que dedicó algunos sonetos con el nombre de Laura. El virrey, admirado de su curiosidad científica y de su sapiencia, hizo reunir a cuarenta letrados de todas facultades para someterla a un examen sin igual del cual, por supuesto, salió triunfante, dejando admirados a los sabios por haber contestado con sabiduría toda pregunta, argumento y réplica que estos le hicieran.


Harta de la vida cortesana y sin muchas opciones por delante, decidió entrar a un convento porque, según ella misma dice, “para la total negación que tenía al matrimonio era lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad de mi salvación”. Primero entró al convento de San José de las Carmelitas Descalzas en 1667 pero salió de ahí a los tres meses, por la severidad de la regla y el rigor de la orden. Después ingresó a la mucho más flexible orden de las jerónimas, en el convento de Santa Paula, donde por fin profesó el 24 de febrero de 1669.

En el convento, donde vivió lo que le quedaba de vida, hizo oficios de contadora y archivista pero, más que nada, se dedicó al estudio y a la escritura. Dentro de su celda - que era individual y espaciosa- llegó a poseer más de 4,000 volúmenes, instrumentos musicales, mapas y aparatos de medición y a tener conocimientos profundos en astronomía, matemáticas, lengua, filosofía, mitología, historia, teología, música y pintura, por citar solamente algunas de sus disciplinas favoritas.

Famosa, aun dentro del claustro, constantemente era llamada para escribir obras por encargo: en 1689 se le encargó hacer el Arco Triunfal a la llegada a la capital de los Marqueses de la Laguna y Condes de Paredes, obra que concluyó con éxito y que tituló Neptuno Alegórico.

Tres años después ganó dos premios en el certamen universitario del Triunfo Parténico y constantemente se le encargaban villancicos para las festividades religiosas, además de la importante cantidad de sonetos, rondillas, décimas, silvas y liras que constantemente componía.

El primer libro publicado por Sor Juana fueInundación Castálida, que reunió una buena parte de su obra poética y fue publicada en Madrid, antes que en la Nueva España.


Durante mucho tiempo, Sor Juana no tuvo mayores problemas en su vida conventual hasta que, como lo afirma Octavio Paz, escribió “una carta de más”. Esa misiva se publicó con el largo título de Carta atenagórica de la madre Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa de velo y coro en el muy religioso convento de San Jerónimo que imprime y dedica a la misma Sor Philotea de la Cruz, su estudiosa aficionada en el convento de la Santísima Trinidad de la Pueblade los Angeles, y era una crítica a un sermón del jesuita portugués Antonio de Vieyra, muy afamado teólogo de la época.


Esta crítica tuvo nefastas consecuencias aun cuando su publicación corrió a cargo de la citada sor Filotea, que no era otro que el obispo de Puebla, Fernández de Santa Cruz, que, finalmente, termina por reconvenirla y aconsejarle que se dedique a asuntos menos profanos y más santos. Todo el asunto terminó en que Sor Juana fue obligada a deshacerse de su biblioteca, sus instrumentos musicales y matemáticos y obligada a dedicarse exclusivamente al convento.

Sor Juana murió el 17 de abril de 1695 contagiada de la epidemia que azotó al convento de Santa Paula.

Entre su vasta obra poética se destaca el Primero Sueño una silva descriptivo- filosófica de unos mil versos y que continúa la tradición de los sueños de ascensión del alma en busca de la suprema verdad, Dios o el supremo conocimiento.

Entre sus obras se cuentan, para el teatro, tres autos sacramentales: El cetro de José, El mártir del sacramento y El divino Narciso; dos comedias :Los empeños de una casa y Amor es más laberinto.; en prosa Explicación del arco, Razón de la fábrica alegórica y aplicación del la fábula, las meditaciones del Rosario y la Encarnación, además de varios opúsculos y manuscritos hoy extraviados como El equilibrio moral y un tratado de música, El caracol. Al morir se editó el tomo que recopiló sus obras, Fama y obras póstumas.

Las aportaciones de Sor Juana al mundo de la cultura siguen siendo inestimables. Su presencia en el arte parece acrecentarse a medida que se le estudia, habida cuenta de que nada le fue ajeno.

Al igual que la música, la pintura, la escultura barrocas sus trabajos literarios corresponden a la grandeza de la arquitectura novo hispana y son el mejor ejemplo, no sólo del arte de la colonia sino de todo el arte mexicano.

Más información aquí : https://www.gob.mx/segob/articulos/conoce-mas-acerca-de-sor-juana-ines-de-la-cruz?idiom=es

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Poesia IMPURA

La poesia impura


La poesía impura es una teoría estética sobre la lírica que propugnó el poeta chileno Pablo Neruda en su manifiesto «Sobre una poesía sin pureza», publicado en el primer número de la revista madrileña Caballo Verde para la Poesía (1 de octubre de 1935), oponiéndose al concepto de poesía pura de Juan Ramón Jiménez.[1]

La propuesta estética del manifiesto de Neruda iba en realidad contra el Novecentismo y sobre todo contra el ensayo La deshumanización del arte de José Ortega y Gasset. Afirma Neruda:

«La confusa impureza de los seres humanos se percibe en ellos, la agrupación, uso y desuso de los materiales, las huellas del pie y los dedos, la constancia de una atmósfera humana inundando las cosas desde lo interno y lo externo».
La poesía debe apostar por la materia sobre el espíritu, pero sin desterrar este, ya que Neruda no se cerraba a nada ni reprimía nada: lo suyo era liberar a una poesía anquilosada por lo abstracto y lo inconcreto. Él elegía la amalgama de cuerpo y espíritu y abominaba de esencias destiladas y puras: quería fundirlo todo en el todo que es el hombre:

Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena, salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos [...] Sin excluir deliberadamente nada, sin aceptar deliberadamente nada.
Por no excluir, en su busca de calidez humana, no excluye ni siquiera la cursilería o el pretendido mal gusto:

Y no olvidemos nunca la melancolía, el gastado sentimentalismo, perfectos frutos impuros de maravillosa calidad olvidada, dejados atrás por el frenético libresco: la luz de la luna, el cisne en el anochecer, «corazón mío» son sin duda lo poético elemental e imprescindible. Quien huye del mal gusto cae en el hielo.
En 1935, lo que Neruda exigía a la poesía era una mayor proximidad a la realidad y al hombre, una rehumanización de la lírica. Él mismo ejercerá esta estética dedicando libros a los objetos comunes y las cosas en sus Odas elementales.[2][3][4]

Referencias:
 http://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/neruda/acerca/reina.htm
 http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-09342005000100007&script=sci_arttext
 http://artespoeticas.librodenotas.com/artes/686/una-poesia-sin-pureza-1938
 http://letralia.com/ed_let/neruda/09.htm

Texto y referencias obtenido de 

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Diles que no me maten de Juan Rulfo

¡Diles que no me maten![Cuento. Texto completo]
Juan Rulfo


-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
FIN


obtenido de ; https://ciudadseva.com/texto/diles-que-no-me-maten/

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El sur de Jorge Luis Borges

El sur[Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. 

A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. 

La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. 

El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. 

También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. 

El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura
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"The Feather Pillow" by Horacio Quiroga

Anthology
"The Feather Pillow" by Horacio Quiroga


Her entire honeymoon gave her hot and cold shivers. A blond, angelic, and timid young girl, the childhood fancies she had dreamed about being a bride had been chilled by her husband's rough character. She loved him very much, nonetheless, although sometimes she gave a light shudder when, as they returned home through the streets together at night, she cast furtive glances at the impressive stature of her Jordan, who had been silent for an hour. He, for his part, loved her profoundly but never let it be seen.
For three months - they had been married in April - they lived in a special kind of bliss. Doubtless she would have wished less severity in the rigorous sky of love, more expansive and less cautious tenderness, but her husband's impassive manner always restrained her.
The house in which they lived influenced her chills and shuddering to no small degree. The whiteness of the silent patio - friezes, columns, and marble statues - produced the wintry impression of an enchanted palace. Inside, the glacial brilliance of stucco, the completely bare walls, affirmed the sensation of unpleasant coldness. As one crossed from one room to another, the echo of his steps reverberated throughout the house, as if long abandonment had sensitized its resonance.
Alicia passed the autumn in this strange love nest. She had determined, however, to cast a veil over her former dreams and live like a sleeping beauty in the hostile house, trying not to think about anything till her husband arrived each evening.
It is not strange that she grew thin. She had a light attack of influenza that dragged on insidiously for days and days: after that Alicia's health never returned. Finally one afternoon she was able to go into the garden, supported on her husband's arm. She looked around listlessly. Suddenly Jordan, with deep tenderness, ran his hand very slowly over her head, and Alicia instantly burst into sobs, throwing her arms around his neck. For a long time she cried out all the fears she had kept silent, redoubling her weeping at Jordan's slightest caress. Then her sobs subsided, and she stood a long while, her face hidden in the hollow of his neck, not moving or speaking a word.
This was the last day Alicia was well enough to be up. The following day she awakened feeling faint. Jordan's doctor examined her with minute attention, prescribing calm and absolute rest.
"I don't know," he said to Jordan at the street door. "She has a great weakness that I am unable to explain. And with no vomiting, nothing . . . if she wakes tomorrow as she did today, call me at once."
When she awakened the following day, Alicia was worse. There was a consultation. It was agreed there was an anemia of incredible progression, completely inexplicable. Alicia had no more fainting spells but she was visibly moving towards death. The lights were lighted all day long in her bedroom, and there was complete silence. Hours went by without the slightest sound. Alicia dozed. Jordan virtually lived in the drawing-room, which was also always lighted. With tireless persistence he paced ceaselessly from one end of the room to the other. The carpet swallowed his steps. At times he entered the bedroom and continued his silent pacing back and forth alongside the bed, stopping for an instant at each end to regard his wife.
Suddenly Alicia began to have hallucinations, vague images, at first seeming to float in the air, then descending to floor level. Her eyes excessively wide, she stared continuously at the carpet on either side of the head of her bed. One night she suddenly focused on one spot. Then she opened her mouth to scream, and pearls of sweat suddenly beaded her nose and lips.
"Jordan! Jordan!" she clamoured, rigid with fright, still staring at the carpet; she looked at him once again; and after a long moment of stupefied confrontation she regained her senses. She smiled and took her husband's hand in hers, caressing it, trembling, for half an hour.
Among her most persistent hallucinations was that of an anthropoid poised on his fingertips on the carpet, staring at her.
The doctors returned, but to no avail. They saw before them a diminishing life, a life bleeding away day by day, hour by hour, absolutely without their knowing why. During the last consultation Alicia lay in a stupor while they took her pulse, passing her inert wrist from one to another. They observed her a long time in silence and then moved into the dining room.
"Phew . . ." The discouraged chief physician shrugged his shoulders. "It's an inexplicable case. There is little we can do . . ."
"That's my last hope," Jordan groaned. And he staggered blindly against the table.
Alicia's life was fading away in the subdilirium of anemia, a delirium which grew worse throughout the evening hours but which let up somewhat after dawn. The illness never worsened during the daytime, but each morning she awakened pale as death, almost in a swoon. It seemed only at night that her life drained out of her in new waves of blood. Always when she awakened she had the sensation of lying collapsed in the bed with a million pound weight on top of her. Following the third day of this relapse she left her bed again. She could scarcely move her head. She did not want her bed to be touched, not even to have her bedcovers arranged. Her crepuscular terrors advanced now in the form of monsters that dragged themselves toward the bed and laboriously climbed upon the bedspread.
Then she lost consciousness. The final two days she raved ceaselessly in a weak voice. The lights funereally illuminated the bedroom and drawing room. In the deathly silence of the house the only sound was the monotonous delirium from the bedroom and the dull echoes of Jordan's eternal pacing.
Finally, Alicia died. The servant, when she came in afterward to strip the now empty bed, stared wonderingly for a moment at the pillow.
"Sir!" she called to Jordan in a low voice. "There are stains on the pillow that look like blood."
Jordan approached rapidly and bent over the pillow. Truly, on the case, on both sides of the hollow left by Alicia's head, were two small dark spots.
"They look like punctures," the servant murmured after a moment of motionless observation.
"Hold it up to the light," Jordan told her.
The servant raised the pillow but immediately dropped it and stood staring at it, livid and trembling. Without knowing why, Jordan felt the hair rise on the back of his neck.
"What is it?" he murmured in a hoarse voice.
"It's very heavy," the servant whispered, still trembling
Jordan picked it up; it was extraordinarily heavy. He carried it out of the room, and on the dining room table he ripped open the case and the ticking with a slash. The top feathers floated away, and the servant, her mouth opened wide, gave a scream of horror and covered her face with clenched fists: in the bottom of the pillow case, among the feathers, slowly moving its hairy legs, was a monstrous animal, a living, viscous ball. It was so swollen one could barely make out its mouth.
Night after night, since Alicia had taken to her bed, this abomination had stealthily applied its mouth - its proboscis one might better say - to the girl's temples, sucking her blood. The puncture was scarcely perceptible. The daily plumping of the pillow had doubtlessly at first impeded its progress, but as soon as the girl could no longer move, the suction became vertiginous. In five days, in five nights, the monster had drained Alicia's life away.
These parasites of feathered creatures, diminutive in their habitual environment, reach enormous proportions under certain conditions. Human blood seems particularly favourable to them, and it is not rare to encounter them in feather pillows.



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El almohadón de Plumas de Horacio Quiroga

Horacio Quiroga(1879-1937)
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917) 


Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. 

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. 

 En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. 

Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. 

Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. 

 Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. 

 Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. 

Es un caso serio... poco hay que hacer... —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. 

No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. 

 Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. —Levántelo a la luz —le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. 

Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. 

La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.


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