Diles que no me maten de Juan Rulfo

¡Diles que no me maten![Cuento. Texto completo]
Juan Rulfo


-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
FIN


obtenido de ; https://ciudadseva.com/texto/diles-que-no-me-maten/

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Origenes del Cine en México

El cine en México



El término cine mexicano se refiere al conjunto de la producción fílmica realizada en México o en el extranjero por un equipo de profesionales y con presupuesto que es, en su mayoría, de origen mexicano. Tiene sus antecedentes en las diferentes "vistas" realizadas en el país por Gabriel Veyre y Ferdinand Von Bernand (enviados de los hermanos Lumière) en 1896 (hace 127 años). La producción cinematográfica mexicana es una de las más destacadas de América Latina, aunque como industria mantiene un perfil irregular desde el fin del periodo conocido como Época de Oro del cine mexicano, etapa en la que la industria mexicana logró su mayor penetración internacional (predominantemente, en América Latina y en España). A partir de 1898 (hace 125 años), aparecieron los primeros realizadores mexicanos y extranjeros, y el cine nacional fue evolucionando desde las vistas iniciales, y alcanzó un nivel técnico y creativo considerable durante la década siguiente. Antes podían pagar con $5 15 funciones, por la época de los años 1980 y 1990.
Inicios
El cine llegó a México casi doce meses después de su aparición en París, gracias a la visita de Gabriel Veyre y Ferdinand Von Bernard, enviados de los Hermanos Lumière. Ellos realizaron una función cinematográfica al interior del castillo de Chapultepec, la cual fue presenciada por el presidente Porfirio Díaz, su familia y miembros de su gabinete.2​ Los periódicos de la época señalaron que los asistentes quedaron cautivados por la presentación de vistas y maravillados con el nuevo invento que presentaba la imagen en movimiento.

Después de su afortunado debut privado, el cinematógrafo se presentó al público el 14 de agosto de ese mismo año, en el sótano de la droguería Plateros, en la calle del mismo nombre (hoy Madero) de la Ciudad de México. El público abarrotó el entrepiso del pequeño local —repetición de la sesión del sótano del Café de París, donde debutó el cinematógrafo— y aplaudió fuertemente las "vistas" mostradas por Bernard y Veyre. La droguería Plateros se localizaba muy cerca de donde, unos años después, se ubicaría una de las primeras salas de cine del país: el Salón Rojo.

México fue el primer país del continente americano que disfrutó del nuevo medio, ya que la entrada del cinematógrafo a los Estados Unidos había sido bloqueada por Thomas Alva Edison, aunque se rumorea que debido a que el presidente Porfirio Díaz, o bien su gobierno, tenía una buena amistad con el gobierno de Francia en ese momento, los padres del cine prefirieron a México para que fuera el primer país americano en presenciar este medio. A principios del mismo año, Thomas Armant y Francis Jenkins habían desarrollado en Washington el vitascope, un aparato similar al cinematógrafo. Edison había conseguido comprar los derechos del vitascope y pensaba lanzarlo al mercado bajo el nombre de Biograph. La llegada del invento de los Lumière significaba la entrada de Edison a una competencia que nunca antes había experimentado.

Brasil, Argentina, Chile, Cuba, Colombia y las Guayanas fueron también visitados por enviados de los Lumière entre 1896 y 1897. Sin embargo, México fue el único país del continente americano donde los franceses realizaron una serie de películas que pueden considerarse iniciadoras de la historia de una cinematografía.

El mismo año llegó también el vitascope estadounidense a México; sin embargo, el impacto inicial del cinematógrafo había dejado sin oportunidad a Thomas Alva Edison de conquistar al público mexicano.

El mismo año que Bernard y Veyre llegaron a México, filmaron El presidente de la república paseando a caballo en el bosque de Chapultepec y otros 35 cortometrajes en la capital, Guadalajara y Veracruz. Uno de los filmes de los realizadores franceses, titulado Un duelo a pistola en el bosque de Chapultepec, causó conmoción, ya que la gente no diferenciaba aún la realidad de la ficción. Este filme podría ser inspirado por el filme de Thomas Alva Edison titulado Pedro Esquirel y Dionecio Gonzales - Un duelo mexicano, realizado tres años antes. En 1897 se realizó la primera cinta silente de producción mexicana, llamada Riña de hombres en el Zócalo.

Los primeros realizadores mexicanos fueron el ingeniero Salvador Toscano (desde 1898), Guillermo Becerril (desde 1899), los hermanos Stahl y los hermanos Alva (desde 1906) y Enrique Rosas, quien en 1906 produjo el primer largometraje mexicano, titulado Fiestas presidenciales en Mérida, un documental sobre las visitas del presidente Díaz a Yucatán.

En 1898 se presentó, en la Calle del Espíritu Santo, el aristógrafo, aparato inventado por el mexicano Luis Adrián Lavie que perfecciona los fallidos intentos de otros inventores por proyectar imágenes en relieve. «...inventando unos lentes y gemelos que contienen en su interior un mecanismo movido por una corriente eléctrica, de tal suerte que cada vez que la vista correspondiente a un ojo la del otro ojo queda interceptada. Las imágenes se suceden con tal rapidez que, por un efecto de persistencia de la impresión en la retina, las vistas no solamente parecen de relieve, sino que aparecen también enteramente fijas cuando se hace uso del anteojo.»3​

Según el crítico e historiador del cine mexicano Emilio García Riera, el surgimiento de los primeros cineastas mexicanos no obedeció a un sentimiento nacionalista, sino más bien al carácter primitivo que tenía el cine de entonces: películas breves, de menos de un minuto de duración, que provocaban una necesidad constante de material nuevo para exhibir.

Al irse de México Bernard y Veyre, el material traído por ellos de Francia y el que filmaron en México fue comprado por Bernardo Aguirre y continuó exhibiéndose por un tiempo. Sin embargo, «...las demostraciones de los Lumière por el mundo cesaron en 1897, y a partir de entonces se limitaron a la venta de aparatos y copias de las vistas que sus enviados habían tomado en los países que habían visitado». Esto provocó el rápido aburrimiento del público, que conocía de memoria las "vistas" que hacía pocos meses causaban furor.


Salvador Toscano, primer cineasta mexicano.
En 1898 se inició como realizador el ingeniero Salvador Toscano, quien se había dedicado a exhibir películas en Veracruz. Su labor es una de las pocas que aún se conservan de esa época inicial del cine. En 1950, su hija Carmen editó diversos trabajos de Toscano en un largometraje titulado Memorias de un mexicano (1950). Toscano testimonió con su cámara diversos aspectos de la vida del país durante el porfiriato y la Revolución Mexicana. Inició, de hecho, la vertiente documental que tantos seguidores ha tenido en México.

El cine silente de México
Un duelo a pistola en el Bosque de Chapultepec (1896) fue una filmación filmada por los franceses Bernard y Veyre, sobre la base de un hecho real, ocurrido poco tiempo antes entre dos diputados en el Bosque de Chapultepec.

Las reconstrucciones de eventos famosos no eran novedad en 1896. Edison había filmado una pequeña cinta para su cinetoscopio, que bien pudo haber inspirado la cinta de Bernard y Veyre. Pedro Esquirel and Dionecio Gonzales - Mexican Duel (1894) presentaba quizás a los primeros mexicanos mostrados en película: dos hombres que se enfrentaban en un duelo a cuchilladas. Esta imagen del mexicano violento fue, desde entonces, el estereotipo impuesto por el cine estadounidense al referirse a México.

Salvador Toscano filmó en 1899 una versión corta de Don Juan Tenorio. Este filme mostraba la ambivalencia con que se tomaba la ficción en esa época: era documental porque registraba la representación teatral de la obra, pero era ficción porque únicamente mostraba el desempeño de los actores.

En 1907, el actor Felipe de Jesús Haro realizó la primera cinta ambiciosa de ficción filmada en México: El grito de Dolores o La independencia de México (1907). El mismo Haro interpretó al libertador Miguel Hidalgo y escribió el argumento. La película se exhibió, casi obligatoriamente, cada 15 de septiembre hasta 1910.

Otros filmes de ficción de esa época fueron: El san lunes del valedor o El san lunes del velador (1906), cinta presumiblemente cómica dirigida por Manuel Noriega; Aventuras de Tip Top en Chapultepec (1907), cortometraje del ya mencionado Haro; El rosario de Amozoc (1909) primer filme de ficción de Enrique Rosas; y El aniversario del fallecimiento de la suegra de Enhart (1912) de los hermanos Alva, el más antiguo filme de ficción del cual todavía se conservan copias. Esta cinta es una comedia interpretada por los actores Vicente Enhart y Antonio Alegría, cómicos del Teatro Lírico, que muestra una marcada influencia francesa en su estilo de realización.

La Revolución mexicana marcó un gran paréntesis en la realización de filmes de ficción en México. Con la finalización oficial del conflicto, en 1917, pareció renacer esta vertiente cinematográfica, en la modalidad del largometraje.

En 1917, la principal importación de filmes hacia México provenía de Europa. Estados Unidos no terminaba de afianzarse como un gran centro productor cinematográfico, aunque Hollywood ya comenzaba a perfilarse como la futura Meca del cine. Además, las relaciones tirantes entre México y los Estados Unidos, junto con la imagen estereotipada del "mexicano bandido" en muchos de los filmes norteamericanos, provocaba un rechazo, tanto oficial como popular, hacia muchas de las películas estadounidenses de la época.

Francia e Italia fueron los patrones a seguir para la "reinauguración" del cine mexicano de ficción en 1917. Ese año se estrenó en México El fuego (Il fuoco, 1915), filme italiano interpretado por Pina Menichelli, actriz que logró gran popularidad en México y que introdujo el concepto de "diva" del cine, anteriormente solo utilizado para el teatro o la ópera.
La luz, tríptico de la vida moderna (1917) es el título del primer largometraje "oficial" del cine mexicano. El adjetivo "oficial" se debe a que pocos autores reconocen el trabajo de los yucatecos Carlos Martínez de Arredondo y Manuel Cirerol Sansores, quienes un año antes filmaron 1810 o ¡Los libertadores de México! (1916) el que probablemente sea el primer largometraje de ficción nacional.

Otros filmes famosos de esta primera época de oro fueron: En defensa propia (1917), La tigresa (1917) y La soñadora (1917), producidos todos por la Compañía Azteca Films. Esta firma, fundada por la actriz Mimí Derba y por Enrique Rosas, constituyó la primera empresa de cine totalmente mexicana. Probablemente Derba haya sido la primera directora de cine nacional.4​

Los temas que han acompañado a la cinematografía mexicana nacieron también en los años de 1917 a 1920. Tepeyac (1917), filme que relacionaba extrañamente las apariciones de la Virgen de Guadalupe con el hundimiento de un barco en el siglo veinte, fue filmado por Fernando Sáyago. Tabaré (1917) de Luis Lezama, que guarda una estrecha relación en su argumento con filmes como Tizoc: Amor indio (1957): el indio que se enamora de la rica heredera de piel blanca. Finalmente llega Santa, la prostituta creada por el escritor Federico Gamboa, que hizo su primera aparición cinematográfica en la cinta dirigida por Luis G. Peredo en 1918, con la actriz Elena Sánchez Valenzuela como protagonista.

Mención especial merece El automóvil gris (1919), sin lugar a dudas el filme más famoso de la época muda del cine mexicano. Filmado por Enrique Rosas —de gran trayectoria cinematográfica si consideramos las veces que ha sido nombrado en este texto—, el filme en realidad no es tal; es una serie de doce episodios que cuenta las aventuras de una famosa banda de ladrones de joyas que se hizo célebre en Ciudad de México hacia 1915. La película fue protagonizada por María Tereza Montoya, actriz que gozaba de inmensa popularidad y reputación en el teatro latinoamericano.
Para 1919 se habían suavizado las fricciones con el vecino del norte, y el cine hollywoodense comenzaba a conquistar mercados en todo el mundo. La década de 1920 a 1929 fue testigo de la transformación del mundo. La Primera Guerra Mundial había alterado radicalmente los valores de gran parte de la sociedad, y la gente trataba de olvidar el horror vivido hasta 1919. En los "alegres veintes" nacieron la radio, el jazz y las faldas cortas, así como el fascismo, el nazismo y la depresión económica norteamericana.

En 1927 el cine habló por primera vez. The Jazz Singer (1927), de Alan Crossland, se convirtió en la punta de lanza de una novedad cinematográfica: el sonido. A partir de ese momento, el cine apostó todo a las palabras y a la música, inaugurando una nueva era en su historia. Después de 1920, el cine mexicano mantuvo una carrera dispareja en contra de la creciente popularidad del cine hollywoodense. Los nombres de Rodolfo Valentino, Tom Mix y Gloria Swanson competían, con gran ventaja, contra los de Carlos Villatoro, Ligia Dy Golconda y Elena Sánchez Valenzuela, por el gusto del público mexicano. En general, muy poco se puede rescatar del cine mudo mexicano de los veinte excepto películas sobresalientes como El tren fantasma(1926) y El puño de hierro(1927) ambas dirigidas por Gabriel García Moreno la primera era cine de acciòn y aventuras y la segunda pelìcula que abordaba el tema de las adicciones y el narcotràfico. Quizás lo más importante de esa década para este cine fue la preparación que obtuvieron distintos actores, directores y técnicos mexicanos en el cine de Hollywood. Actores mexicanos como Ramón Novarro, Dolores del Río, Gilbert Roland y Lupe Vélez se cotizaron como grandes estrellas en el Hollywood de los años 1920.

Entre los directores, Fernando de Fuentes, Emilio Fernández, Roberto y Joselito Rodríguez recibieron su educación cinematográfica en Hollywood. De esta manera, el cine mexicano se preparaba para lo que sería la época de oro.

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El sur de Jorge Luis Borges

El sur[Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. 

A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. 

La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. 

El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. 

También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. 

El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura
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"The Feather Pillow" by Horacio Quiroga

Anthology
"The Feather Pillow" by Horacio Quiroga


Her entire honeymoon gave her hot and cold shivers. A blond, angelic, and timid young girl, the childhood fancies she had dreamed about being a bride had been chilled by her husband's rough character. She loved him very much, nonetheless, although sometimes she gave a light shudder when, as they returned home through the streets together at night, she cast furtive glances at the impressive stature of her Jordan, who had been silent for an hour. He, for his part, loved her profoundly but never let it be seen.
For three months - they had been married in April - they lived in a special kind of bliss. Doubtless she would have wished less severity in the rigorous sky of love, more expansive and less cautious tenderness, but her husband's impassive manner always restrained her.
The house in which they lived influenced her chills and shuddering to no small degree. The whiteness of the silent patio - friezes, columns, and marble statues - produced the wintry impression of an enchanted palace. Inside, the glacial brilliance of stucco, the completely bare walls, affirmed the sensation of unpleasant coldness. As one crossed from one room to another, the echo of his steps reverberated throughout the house, as if long abandonment had sensitized its resonance.
Alicia passed the autumn in this strange love nest. She had determined, however, to cast a veil over her former dreams and live like a sleeping beauty in the hostile house, trying not to think about anything till her husband arrived each evening.
It is not strange that she grew thin. She had a light attack of influenza that dragged on insidiously for days and days: after that Alicia's health never returned. Finally one afternoon she was able to go into the garden, supported on her husband's arm. She looked around listlessly. Suddenly Jordan, with deep tenderness, ran his hand very slowly over her head, and Alicia instantly burst into sobs, throwing her arms around his neck. For a long time she cried out all the fears she had kept silent, redoubling her weeping at Jordan's slightest caress. Then her sobs subsided, and she stood a long while, her face hidden in the hollow of his neck, not moving or speaking a word.
This was the last day Alicia was well enough to be up. The following day she awakened feeling faint. Jordan's doctor examined her with minute attention, prescribing calm and absolute rest.
"I don't know," he said to Jordan at the street door. "She has a great weakness that I am unable to explain. And with no vomiting, nothing . . . if she wakes tomorrow as she did today, call me at once."
When she awakened the following day, Alicia was worse. There was a consultation. It was agreed there was an anemia of incredible progression, completely inexplicable. Alicia had no more fainting spells but she was visibly moving towards death. The lights were lighted all day long in her bedroom, and there was complete silence. Hours went by without the slightest sound. Alicia dozed. Jordan virtually lived in the drawing-room, which was also always lighted. With tireless persistence he paced ceaselessly from one end of the room to the other. The carpet swallowed his steps. At times he entered the bedroom and continued his silent pacing back and forth alongside the bed, stopping for an instant at each end to regard his wife.
Suddenly Alicia began to have hallucinations, vague images, at first seeming to float in the air, then descending to floor level. Her eyes excessively wide, she stared continuously at the carpet on either side of the head of her bed. One night she suddenly focused on one spot. Then she opened her mouth to scream, and pearls of sweat suddenly beaded her nose and lips.
"Jordan! Jordan!" she clamoured, rigid with fright, still staring at the carpet; she looked at him once again; and after a long moment of stupefied confrontation she regained her senses. She smiled and took her husband's hand in hers, caressing it, trembling, for half an hour.
Among her most persistent hallucinations was that of an anthropoid poised on his fingertips on the carpet, staring at her.
The doctors returned, but to no avail. They saw before them a diminishing life, a life bleeding away day by day, hour by hour, absolutely without their knowing why. During the last consultation Alicia lay in a stupor while they took her pulse, passing her inert wrist from one to another. They observed her a long time in silence and then moved into the dining room.
"Phew . . ." The discouraged chief physician shrugged his shoulders. "It's an inexplicable case. There is little we can do . . ."
"That's my last hope," Jordan groaned. And he staggered blindly against the table.
Alicia's life was fading away in the subdilirium of anemia, a delirium which grew worse throughout the evening hours but which let up somewhat after dawn. The illness never worsened during the daytime, but each morning she awakened pale as death, almost in a swoon. It seemed only at night that her life drained out of her in new waves of blood. Always when she awakened she had the sensation of lying collapsed in the bed with a million pound weight on top of her. Following the third day of this relapse she left her bed again. She could scarcely move her head. She did not want her bed to be touched, not even to have her bedcovers arranged. Her crepuscular terrors advanced now in the form of monsters that dragged themselves toward the bed and laboriously climbed upon the bedspread.
Then she lost consciousness. The final two days she raved ceaselessly in a weak voice. The lights funereally illuminated the bedroom and drawing room. In the deathly silence of the house the only sound was the monotonous delirium from the bedroom and the dull echoes of Jordan's eternal pacing.
Finally, Alicia died. The servant, when she came in afterward to strip the now empty bed, stared wonderingly for a moment at the pillow.
"Sir!" she called to Jordan in a low voice. "There are stains on the pillow that look like blood."
Jordan approached rapidly and bent over the pillow. Truly, on the case, on both sides of the hollow left by Alicia's head, were two small dark spots.
"They look like punctures," the servant murmured after a moment of motionless observation.
"Hold it up to the light," Jordan told her.
The servant raised the pillow but immediately dropped it and stood staring at it, livid and trembling. Without knowing why, Jordan felt the hair rise on the back of his neck.
"What is it?" he murmured in a hoarse voice.
"It's very heavy," the servant whispered, still trembling
Jordan picked it up; it was extraordinarily heavy. He carried it out of the room, and on the dining room table he ripped open the case and the ticking with a slash. The top feathers floated away, and the servant, her mouth opened wide, gave a scream of horror and covered her face with clenched fists: in the bottom of the pillow case, among the feathers, slowly moving its hairy legs, was a monstrous animal, a living, viscous ball. It was so swollen one could barely make out its mouth.
Night after night, since Alicia had taken to her bed, this abomination had stealthily applied its mouth - its proboscis one might better say - to the girl's temples, sucking her blood. The puncture was scarcely perceptible. The daily plumping of the pillow had doubtlessly at first impeded its progress, but as soon as the girl could no longer move, the suction became vertiginous. In five days, in five nights, the monster had drained Alicia's life away.
These parasites of feathered creatures, diminutive in their habitual environment, reach enormous proportions under certain conditions. Human blood seems particularly favourable to them, and it is not rare to encounter them in feather pillows.



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