El sur de Jorge Luis Borges

El sur[Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. 

A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. 

La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. 

El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. 

También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. 

El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura
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"The Feather Pillow" by Horacio Quiroga

Anthology
"The Feather Pillow" by Horacio Quiroga


Her entire honeymoon gave her hot and cold shivers. A blond, angelic, and timid young girl, the childhood fancies she had dreamed about being a bride had been chilled by her husband's rough character. She loved him very much, nonetheless, although sometimes she gave a light shudder when, as they returned home through the streets together at night, she cast furtive glances at the impressive stature of her Jordan, who had been silent for an hour. He, for his part, loved her profoundly but never let it be seen.
For three months - they had been married in April - they lived in a special kind of bliss. Doubtless she would have wished less severity in the rigorous sky of love, more expansive and less cautious tenderness, but her husband's impassive manner always restrained her.
The house in which they lived influenced her chills and shuddering to no small degree. The whiteness of the silent patio - friezes, columns, and marble statues - produced the wintry impression of an enchanted palace. Inside, the glacial brilliance of stucco, the completely bare walls, affirmed the sensation of unpleasant coldness. As one crossed from one room to another, the echo of his steps reverberated throughout the house, as if long abandonment had sensitized its resonance.
Alicia passed the autumn in this strange love nest. She had determined, however, to cast a veil over her former dreams and live like a sleeping beauty in the hostile house, trying not to think about anything till her husband arrived each evening.
It is not strange that she grew thin. She had a light attack of influenza that dragged on insidiously for days and days: after that Alicia's health never returned. Finally one afternoon she was able to go into the garden, supported on her husband's arm. She looked around listlessly. Suddenly Jordan, with deep tenderness, ran his hand very slowly over her head, and Alicia instantly burst into sobs, throwing her arms around his neck. For a long time she cried out all the fears she had kept silent, redoubling her weeping at Jordan's slightest caress. Then her sobs subsided, and she stood a long while, her face hidden in the hollow of his neck, not moving or speaking a word.
This was the last day Alicia was well enough to be up. The following day she awakened feeling faint. Jordan's doctor examined her with minute attention, prescribing calm and absolute rest.
"I don't know," he said to Jordan at the street door. "She has a great weakness that I am unable to explain. And with no vomiting, nothing . . . if she wakes tomorrow as she did today, call me at once."
When she awakened the following day, Alicia was worse. There was a consultation. It was agreed there was an anemia of incredible progression, completely inexplicable. Alicia had no more fainting spells but she was visibly moving towards death. The lights were lighted all day long in her bedroom, and there was complete silence. Hours went by without the slightest sound. Alicia dozed. Jordan virtually lived in the drawing-room, which was also always lighted. With tireless persistence he paced ceaselessly from one end of the room to the other. The carpet swallowed his steps. At times he entered the bedroom and continued his silent pacing back and forth alongside the bed, stopping for an instant at each end to regard his wife.
Suddenly Alicia began to have hallucinations, vague images, at first seeming to float in the air, then descending to floor level. Her eyes excessively wide, she stared continuously at the carpet on either side of the head of her bed. One night she suddenly focused on one spot. Then she opened her mouth to scream, and pearls of sweat suddenly beaded her nose and lips.
"Jordan! Jordan!" she clamoured, rigid with fright, still staring at the carpet; she looked at him once again; and after a long moment of stupefied confrontation she regained her senses. She smiled and took her husband's hand in hers, caressing it, trembling, for half an hour.
Among her most persistent hallucinations was that of an anthropoid poised on his fingertips on the carpet, staring at her.
The doctors returned, but to no avail. They saw before them a diminishing life, a life bleeding away day by day, hour by hour, absolutely without their knowing why. During the last consultation Alicia lay in a stupor while they took her pulse, passing her inert wrist from one to another. They observed her a long time in silence and then moved into the dining room.
"Phew . . ." The discouraged chief physician shrugged his shoulders. "It's an inexplicable case. There is little we can do . . ."
"That's my last hope," Jordan groaned. And he staggered blindly against the table.
Alicia's life was fading away in the subdilirium of anemia, a delirium which grew worse throughout the evening hours but which let up somewhat after dawn. The illness never worsened during the daytime, but each morning she awakened pale as death, almost in a swoon. It seemed only at night that her life drained out of her in new waves of blood. Always when she awakened she had the sensation of lying collapsed in the bed with a million pound weight on top of her. Following the third day of this relapse she left her bed again. She could scarcely move her head. She did not want her bed to be touched, not even to have her bedcovers arranged. Her crepuscular terrors advanced now in the form of monsters that dragged themselves toward the bed and laboriously climbed upon the bedspread.
Then she lost consciousness. The final two days she raved ceaselessly in a weak voice. The lights funereally illuminated the bedroom and drawing room. In the deathly silence of the house the only sound was the monotonous delirium from the bedroom and the dull echoes of Jordan's eternal pacing.
Finally, Alicia died. The servant, when she came in afterward to strip the now empty bed, stared wonderingly for a moment at the pillow.
"Sir!" she called to Jordan in a low voice. "There are stains on the pillow that look like blood."
Jordan approached rapidly and bent over the pillow. Truly, on the case, on both sides of the hollow left by Alicia's head, were two small dark spots.
"They look like punctures," the servant murmured after a moment of motionless observation.
"Hold it up to the light," Jordan told her.
The servant raised the pillow but immediately dropped it and stood staring at it, livid and trembling. Without knowing why, Jordan felt the hair rise on the back of his neck.
"What is it?" he murmured in a hoarse voice.
"It's very heavy," the servant whispered, still trembling
Jordan picked it up; it was extraordinarily heavy. He carried it out of the room, and on the dining room table he ripped open the case and the ticking with a slash. The top feathers floated away, and the servant, her mouth opened wide, gave a scream of horror and covered her face with clenched fists: in the bottom of the pillow case, among the feathers, slowly moving its hairy legs, was a monstrous animal, a living, viscous ball. It was so swollen one could barely make out its mouth.
Night after night, since Alicia had taken to her bed, this abomination had stealthily applied its mouth - its proboscis one might better say - to the girl's temples, sucking her blood. The puncture was scarcely perceptible. The daily plumping of the pillow had doubtlessly at first impeded its progress, but as soon as the girl could no longer move, the suction became vertiginous. In five days, in five nights, the monster had drained Alicia's life away.
These parasites of feathered creatures, diminutive in their habitual environment, reach enormous proportions under certain conditions. Human blood seems particularly favourable to them, and it is not rare to encounter them in feather pillows.



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El almohadón de Plumas de Horacio Quiroga

Horacio Quiroga(1879-1937)
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917) 


Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. 

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. 

 En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. 

Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. 

Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. 

 Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. 

 Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. 

Es un caso serio... poco hay que hacer... —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. 

No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. 

 Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. —Levántelo a la luz —le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. 

Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. 

La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.


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Comentarios sobre "Crónica de una muerte anunciada" de Gabriel Garcia Marquez

Crónica de una muerte anunciada


Crónica de una muerte anunciada es una novela del escritor colombiano Gabriel García Márquez, publicada por primera vez en 1981. Fue incluida en la lista de las 100 mejores novelas en español del siglo XX del periódico español El Mundo.1​

La novela representó un acercamiento entre lo periodístico, lo narrativo, y una aproximación a la novela policial. La historia contada se inspira en un suceso real, ocurrido en 1951 en el Municipio de Sucre, ubicado al sur del Departamento de Sucre, en Colombia, del que el autor tomó la acción central (el crimen), los protagonistas, el escenario y las circunstancias, alterándolo narrativamente, pero sin descuidar nunca los datos y las precisiones obligadas en toda crónica periodística.2​

Argumento
En un pequeño y aislado pueblo en la costa del Caribe, se casan Bayardo San Román, un hombre rico y recién llegado, y Ángela Vicario. Al celebrar su boda, los recién casados se van a su nueva casa, y allí Bayardo descubre que su esposa no es virgen. Inmediatamente, Bayardo devuelve a Ángela Vicario a la casa de sus padres donde es golpeada por su madre e interrogada por sus hermanos, Ángela culpará a Santiago Nasar, un vecino del pueblo.

Los hermanos Vicario –Pedro y Pablo–, obligados por la defensa del honor familiar, anuncian a la mayoría del pueblo que matarían a Santiago Nasar. Este no se entera, sino minutos antes de morir. Los hermanos matan a cuchillazos a Santiago, después de pensarlo en varias ocasiones, en la puerta de su casa, a la vista de la gente que no hizo o no pudo hacer nada para evitarlo. Pasados 27 años, el amigo de Santiago (el narrador) reconstruye los hechos, de los que él fue testigo, en forma de crónica, combinando narración y testimonios.

Años después, Ángela Vicario estaría escribiendo cada día a Bayardo, primero formalmente, después con cartas de joven enamorada y, al final, fingiendo enfermedades. Así, Bayardo vuelve 17 años después, claramente desmejorado y con todas las cartas sin abrir.

Técnica narrativa
La novela se presenta como la reconstrucción de una historia: un narrador en primera persona y testigo de algunos hechos asume, años después del amargo suceso, la función del investigador para reconstruir la historia mediante informes, cartas, testimonios diversos y su memoria (pues él mismo estuvo en el pueblo el día de la boda). El punto de vista desde el que se narra la historia es cambiante, hay multi-perspectivismo, en tanto que la visión de los hechos se presenta no solo desde el punto de vista del narrador, sino también de los demás personajes (protagonistas y testigos de los hechos). A veces coinciden, pero en otras ocasiones se contradicen; la historia se presenta, entonces, como ambigua, llena de dudas, sobre todo en lo que se refiere a quién 'deshonró' a Ángela o, por ejemplo, el clima del día, que varía de ser lluvioso y nublado a ser de un soleado cegador, según los testimonios.

El narrador presenta la historia dividida en cinco partes (cada una de las cuales desarrolla temas concretos y gira alrededor de los diferentes protagonistas) alterando la ordenación de los hechos y su ordenación temporal. El tiempo fluye de forma alineal, circular y caótico, consiguiéndose a través de anticipaciones, retrocesos, reiteraciones, superposiciones, elipsis, etc. El resultado es una especie de 'rompecabezas'. La novela presenta una estructura cerrado-circular: la muerte de Santiago a manos de los Vicario, anunciada súbitamente en las primeras líneas, es el motivo narrativo que, con pormenorizado y macabro tratamiento, cierra también la historia. La novela presenta abundantes diálogos (fragmentarios y breves, y en estilo directo normalmente, con lo que se logra cortar el ritmo narrativo, introduciendo variedad en la narración y en el estilo) y fragmentos descriptivos (de objetos, personajes, escenarios, ambientes). Lo estrictamente narrativo se reduce a pasajes breves, recurrentes, que, en muchas ocasiones, están enmarcados dentro de descripciones.

Estilo narrativo
Oscila entre el uso de la lengua oral, en un registro coloquial o familiar, y el uso de la lengua escrita, en un registro culto-literario, con fuerte retoricismo y con matices de , humor, fantasía, sensualismo, etc.

Se percibe claramente la influencia del género periodístico, visible ya desde el propio título ("crónica").

Hay un gran número de personajes enmarcados en los hechos, característica recurrente en las obras de Gabriel García Márquez. Esto permite a la historia dotarse de las múltiples perspectivas, de los diversos testimonios y de juicios de valor que nutren la trama. La narración manifiesta un claro gusto por el detalle y por la puntualización de todos los pormenores.

El realismo mágico se observa en el gusto por insertar lo extraordinario dentro de la normalidad de lo cotidiano. Se aprecia en la forma en que el olor de Santiago Nasar permaneció en los gemelos Vicario días después de muerto, la aparición de un "pájaro fluorescente", una especie de ánima sobre la iglesia del pueblo; la mención del alma de Yolanda de Xius quien se dice está haciendo todo lo posible para recuperar sus cachivaches y su casa de muerte.

Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Cr%C3%B3nica_de_una_muerte_anunciada

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